viernes, 14 de noviembre de 2008

Cuentos de ciencia ficción sin pies ni cabeza

En el año 3000 una tribu de bosquimanos se adentró en un fumadero de opio de la India en el que una mujer de remoto origen ibérico recitaba en estado de trance largas cadenas de códigos descargadas de las divinidades electrónicas y afuera, frente al mar, danzaban, en completo silencio, niños y ancianos y jóvenes y madres adorando la puesta de sol. Los bosquimanos se sentaron a ver la puesta de sol. Nadie hablaba. Sobre la arena, con un palo de madera, la mujer de remoto origen ibérico dibujó extraños símbolos y los sorprendidos bosquimanos vieron surgir ante ellos imágenes en movimiento y sonidos desconocidos. De fondo el rumor del mar inundaba el mundo de calma. Un bosquimano penetró en el mundo de las imágenes creadas por los símbolos dibujados en la arena, y luego otro, y otro, hasta que la tribu entera realizó una antigua profecía de los iconoclastas que atribuía un poder divino a las imágenes, un poder tan grande y de consecuencias tan imprevistas que ellos aconsejaban neutralizar destruyendo las imágenes, siempre que fuera posible porque, advertían, sin poder disimular su terror, llegará un día en que no será posible destruirlas, ya que se emanciparán de su soporte material y viajarán de una punta del mundo a la otra a la velocidad de la luz, y nos engullirán hechizándonos con su belleza, una belleza terrible que será como la promesa irrestible de calmar por fin nuestra sed de infinito. Los terrores atávicos de los bosquimanos nómadas e icnoclastas se derrumbaron y comprendieron que habían llegado a aquel fumadero de opio indio para iniciarse en las artes mágicas de aquella mujer negra de remoto origen ibérico. Las imágenes fluían en un ciclo sin fin, acompañadas por una música post-rock creada hace mil años. La mujer negra de origen ibérico sonreía como la estatua de un Buda.

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