lunes, 26 de enero de 2015

A propósito de La subasta del lote 49 (o algo así)

Uno puede malgastar su vida leyendo a Pynchon y no llegar nunca a rozar la verdad. El titiritero loco, el genio invisible del planetario, se aleja de nosotros silbando algo tremendamente enrevesado, dodecafónico, dejando, como si de un código se tratara, un rastro enmarañado de miguitas de pan que obran el milagro secular de la comunicación, de la palabra flamígera que surge de entre las sombras e ilumina los oscuros valles de la entropía con sus sinuosas melodías intangibles o que, al contrario, se sume en el caos primigenio, ese que aún persiste en las noches de insomnio, de tal modo que la llama que habría de vencer las tinieblas es succionada por una especie de negra lengua muerta cuya saliva está helada, y la llama se apaga y pasa a engrosar la inmensidad de lo olvidado, de lo no leído, de los mensajes que no llegan a sus destinatarios, del silencio o del griterío ininteligible; y a través de un tupido manto de insinuaciones, pistas falsas, fantasías y parataxis procaces atisbamos su esquiva figura, quién sabe si sonriente, que se hunde en el crepúsculo, a contraluz, pero nada más: no le vemos, nunca le veremos.

Los lectores son una organización de detectives desequilibrados, qué duda cabe. ¿Cómo acusarles de ser poco sociables?

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