sábado, 6 de septiembre de 2014

Cuentos

En mis cuentos, dice, los personajes siempre viven al borde de la locura, la rodean, la acechan, la pretenden y la temen, y siempre acaban por disolverse en extrañas brumas místicas, o caerse en agujeros o en el barro. Los finales son abruptos y absurdos. Un tipo sale a dar un paseo, por ejemplo, porque lleva mucho tiempo, sin motivo alguno, encerrado en su cuarto, enclaustrado como un eremita meditabundo y solitario y triste, y recorre calles y calles, las hojas otoñales cubren las aceras, enormes sauces llorones se agitan con parsimonia a su paso, todo está envuelto en una atmósfera fantasmagórica, nostálgica tal vez, una atmósfera que quisiera ser onírica, aunque tal vez no llegue a tanto. Es más bien una atmósfera donde la realidad y la ficción, la vigilia y el sueño, se vuelven indiscernibles. El tipo se detiene durante un rato en un parque, poco a poco va anocheciendo, cada vez hace más frío, las farolas se encienden y él, de repente, sin mediar explicación, se transforma en un lepidóptero, sus pies se separan del suelo y se siente atraído irremediablemente por la luz de una farola. Va hacia ella volando, medio hipnotizado, totalmente fascinado, y escucha un voz que le dice: ve hacia la luz. No se sabe si muere o qué le pasa. No se sabe qué significa la luz. No se sabe de dónde viene la voz. La frase final es tópica y no está, espera él, exenta de ironía.

En otro de mis cuentos, continúa, un tipo llega tarde a algún lado. Va corriendo. Corre todo lo deprisa que puede. Corre y corre, como un loco. Atraviesa la ciudad. Una mujer desnuda, desde una ventana, trata de infundirle ánimos. Casi se choca contra un farola, trastornado por la visión de la mujer desnuda en la ventana. Finalmente, cuando está a punto de desfallecer, sale de la ciudad y aparentemente es engullido por un agujero sin fondo. Sobre las montañas nevadas resplandece un sol de justicia.

En otro, un tipo y su amigo charlan y pasean por un patio vallado. El patio es enorme, pero apenas hay un poco de hierba verde, el resto es un terreno baldío, desolado. Especulan sobre la posibilidad de que bajo la tierra reseca y polvorienta que se extiende más allá de la valla, una llanura cuyo fin la vista no alcanza, se oculten millares de cadáveres olvidados. El tipo es un lector infatigable de la Biblia y cree firmemente en la existencia de los ángeles y de los fantasmas, que vienen a ser lo mismo, según él, o, al menos, a coincidir en un punto de capital importancia: ambos son sustancias incorpóreas. Lejos de constituir un absurdo metafísico, los ángeles y fantasmas son reales. De alguna manera. Aunque hay que admitir que de una manera muy extraña. Pero eso, dice, no es la cuestión. Eso no tiene ninguna importancia. La claridad, el frío, la nitidez del alba son, según el tipo de mi cuento, signos angelicales o el resplandor de presencias angelicales. Pero cualquiera sabe. Cada dos por tres declama frases que saca de la Biblia o que se inventa o que sueña. En el mundo habrá tribulación, rechinar de dientes y amargura, pero ánimo, yo soy la luz y la danza, quien baile conmigo no perecerá. Frases de ese estilo. Polvo eres, guardián de un Reino que no existe. Mezclas raras, idas de olla. El tipo se pasa la vida así, declamando con voz estentórea y con la mirada extraviada. Cierto día, mientras dan uno de sus paseos, se encuentran con una muchacha desnuda acurrucada al lado de un árbol. La muchacha tirita de frío (está nevando) y no responde a ninguna de sus preguntas. ¿Qué hace ahí? No se sabe. El amigo, al que hasta ahora la narración no había prestado la más mínima atención, trata de comunicarse telepáticamente con ella. Sus intentos, como es natural, fracasan. Pero él insiste. Hay un monólogo interior muy largo y enrevesado en el que se da cuenta de estos intentos fracasados de establecer comunicación telepática. Suena una sirena. A todo volumen. Es la hora de cenar, tal vez. Sea como fuere, deben volver. Son muy estrictos con los horarios. El amigo intenta abrazar a la muchacha, pero atraviesa su luminosa piel incorpórea, se cae y su cara se hunde en  el frío barro. El tipo, mientras corre por el patio para acudir a la llamada, se ríe a carcajadas y le dice que incluso los locos saben que a los ángeles o a los fantasmas no se les puede abrazar.

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