viernes, 14 de agosto de 2009

De pantalones vaqueros y de la esencia y otras cosas que salieron al paso

Es algo bastante inhabitual que unos pantalones vaqueros sobrevivan a los avatares de toda una década. Lógicamente, están muy desgastados. Al negro oscuro original le ha brotado del substrato textil algo así como una nube blanquecina difusa. Hubo, además, que cortarlos, porque estaban muy rotos por la parte de abajo, debido al rozamiento contra el suelo a lo largo de los años. Ahora son unos pantalones cortos, pero no han perdido su esencia.

En este punto es preciso hacer una acotación filosófica para presentar brevemente una concepción sobre la esencia: la esencia no es algo inmaterial por detrás de las manifestaciones concretas, sino las propias manifestaciones cambiantes, los lugares, las localizaciones, que lo son de esa esencia. La esencia, si quieren, es una nada, quizá trascendental, en el sentido de ser condición de posibilidad, en cualquier caso un campo trascendental sin sujeto, una nada creadora, una ausencia con base en la cual se definen las manifestaciones, en este caso de unos pantalones vaqueros. La pluralidad de formas contingentes adoptadas por los pantalones dicen su esencia, que se distancia, no obstante, de dichas formas, no se confunde con ellas ni llega a ser un algo distinto: no hace falta duplicar lo real. Lo cierto es que aún no he logrado comprender satisfactoriamente esta esquizofrénica duplicidad unitaria de la apariencia y la esencia, esta escisión inherente y constitutiva de la unidad. Hablo quizá incomprensiblemente. Pido disculpas.

El caso es que hoy me he encontrado con estos pantalones vaqueros que ya han cumplido una década difiriéndo de sí sin dejar de ser ellos mismos y el espanto del tiempo y los gritos solitarios en desolados países de hadas (hay alguna intertextualidad con Burroughs por ahí, no me acusen de plagio) han acudido a mi cabeza. Hace diez años era el Instituto, la sala de máquinas, pirarse clases, Kurt Cobain. Oh tiempo tus pirámides (¿de quién es ese verso o lo que sea?). Bueno, olvidémoslo. Lo mejor sería olvidarse, quemar los recuerdos. Nadie podrá danzar sin quemar toda la infancia y la hedionda masa psicodramática de los recuerdos, incluso de los felices. Benditos los que olvidan (Nietzsche dixit). He aquí la gloriosa muerte del hombre, del apestoso yo moderno, la memoria quemada por un santo tribunal inquisitorial en un juicio justo. O mejor: una memoria sin recuerdos. Hacer que el mundo mismo delire. No existe el yo y toda la literatura del yo será escupida y pisoteada alegremente.

Proust no escribió nunca una novela psicológica, Proust es pura exterioridad, un exquisito fenomenólogo, un canal de transmisión de sensaciones singulares e impersonales. No hay un yo manifestándose, confesándose, descubriendo su esencia oculta, hay un mundo que emerge, que se crea, que brota súbitamente y se queda flotando fantasmalmente mucho tiempo después de cerrar el libro y acostarse temprano.

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