jueves, 30 de octubre de 2008

El androide romántico

No podía dormir y siempre que eso sucede la mente se me dispara, se sale de quicio, rompe sus cauces habituales, miles de hilos de colores fosforescentes se proyectan desde mi mente a la oscuridad y se enredan en ella, formando un tejido potencial de historias, de imágenes, de ocurrencias. La mente como proyector. Me transformaba en un androide con un software que mostraba una predilección inquebrantable y agotadora por los paisajes románticos, por la belleza terminal, decadente, por los atardeceres y los cielos grises e imponentes en los que el hombre aparece como una figura minúscula, frágil, insignificante. Lo sublime es siempre la imagen de alguna transformación de un gran poder, de una gran fuerza terrible que nos amenaza y de eso van la mayoría de mis sueños. Sólo que en mis sueños el malestar suele ganar a la belleza, no tengo ni la más remota idea de por qué. Yo era un androide con un software desfasado, pasado de moda, y eso explicaba mi estado de ánimo y que yo pretendiera vivir únicamente para mis estados de ánimo. Un alma bella. Menuda tragedia. Tormentas furiosas decoraban el pasiaje por el que mi yo androide y solitario caminaba sin esperanzas pero muy bien vestido. En la ciudad, una ciudad industrial, feísima, no quedaba ni un alma. Pronto alcanzaba su límite. Verdes praderas, muy verdes y muy mojadas, se extendían hasta donde me alcanzaba la vista. Nada obtaculizaba mi visión del horizonte así que podía jugar a alcanzarlo. Corría sin importarme que la lluvia estropeara mis zapatos.

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