sábado, 18 de noviembre de 2017

¿Por qué tantos escritores tienen tantos pájaros en la cabeza?

No voy a responder a la pregunta del título. Es un misterio.

Leyendo distraídamente El país, en este luminoso shabat de noviembre, me he topado con varias afirmaciones asombrosas. 

Que una vida sin lectura está incompleta, dice Julio Llamazares. Esto es mentira, al igual que la celebérrima afirmación socrática de que una vida sin examen no merece ser vivida. 

Javier Cercas, por su parte, afirma que el poder teme a la gran literatura. Esto también es mentira. O, mejor dicho, es vago, ingenuo, idealista. El poder puede, de hecho, usar la gran literatura para sus propios fines. Véase cómo Stalin se sirvió de Gorki para recuperar a los clásicos rusos (Pushkin, Gogol, Tolstoi, Turguénev), literatura considerada apta para las masas, frente a la perversión formalista de las vanguardias. Dostoievski, sin embargo, era considerado un enemigo del pueblo (en este caso el poder sí que temía la gran literatura de Dostoievski, pero no la gran literatura en general, ya que, como hemos visto, recuperaba otros grandes de la literatura). 

Jordi Llovet dice algo bastante sensato, para variar. Que los cánones suelen pecar de alguna arbitariedad y ser hijos de su tiempo

¡Pues claro! Pero eso no significa que sean inútiles. El canon, como bien dijo Bloom, es el heraldo de la muerte. Hay demasiados libros y muy poco tiempo para leer, de ahí la necesidad del canon. Precisamente la desmesura en la producción libresca hace imprescindible el canon, o los cánones. 

Los lectores que se adentraran en la ciencia ficción, por ejemplo, y se dedicaran a leer sin ton ni son, estarían perdiendo el tiempo. Podrían estar leyendo libros infumables durante toda su vida. Afortunadamente, hay un canon. Ahí están Frank Herbert, Asimov, Dick, Gibson, etcétera.

Por tanto, nada más útil que un canon. QED.

PD: Evidentemente la biblioteca de Alejandría tenía una función política y propagandística y las listas de autores que elaboraban los filósofos y los bibliotecarios se convirtieron en listas de autores canónicos no porque fueran los mejores y más excelsos —aunque fueran muy buenos— sino porque fueron los que sobrevivieron, y sobrevivieron por estar incluidos en esas listas, porque unos individuos concretos impusieron sus más o menos arbitrarios criterios, que se convirtieron en hegemónicos. El canon, entendido como lista inmutable, no existe. Siempre será posible impugnarlo y subvertirlo, siempre será objeto de disputas, pero lo que no puede haber es la ausencia total de un canon.

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