sábado, 7 de junio de 2014

Último atardecer sobre la tierra

Solo de manera muy vaga y desvaída se imagina su porvenir. Sabe que no es conveniente llamarlo antes de tiempo, o si no uno se encontrará con un presente muerto. Algo así recuerda haber leído en los diarios de Kafka, pero no sabe muy bien qué significaba, o no quiere saberlo.

Se ve a sí mismo, envejecido, en un lugar frente al mar, un lugar alejado de todo y de todos, en una terraza abandonada, sentado en una vieja silla de hierro de color verde, con unos cuantos libros que reposan sobre una mesa también verde, también de hierro y también vieja. Un libro escrito por un latinoamericano melancólico y valiente, un latinoamericano que supo que los poetas lo pueden soportar todo, aún cuando eso, su extraño oficio, les envíe a la locura, a la pobreza o a la muerte. En la muerte desembocamos todos, en cualquier caso. Otro libro es uno que trata sobre un viejo que sale a pescar un pez y logra pescar el pez, uno enorme, pero durante el camino de regreso los tiburones se lo van comiendo y todo es bastante triste pero a la vez, de un modo extraño, esperanzador. Un libro sobre el orgullo y sobre la resistencia, tal vez, aunque lo cierto es que el libro, como todos los buenos libros, es indefinible y no se sabe de qué trata, solo se sabe que uno lo ama y que leerlo le ha salvado la vida. Hay otros libros, pero la imagen del futuro resulta borrosa, los títulos son indescifrables, la arena azota las cubiertas, algunas páginas salen volando, revolotean con el viento, como si estuviesen jugando. Palabras desgarradas y felices.

Está leyendo, de vez en cuando mira el mar, sentado con las piernas cruzadas, la piel reseca por culpa del salitre, el rostro sereno. Bebe largos tragos de su cerveza. Fuma un cigarro tras otro. En realidad, su rostro no está sereno sino debatiéndose entre la gravedad y la gracia. La hermosa lucha de toda una vida, piensa. Hace viento, mucho viento, el oleaje se encabrita y ruge feroz, como si llamase a alguien que insiste en ignorarle. La arena le golpea en los ojos. En el cielo se amontonan nubes negrísimas, pero no se trata, de ningún modo, de un mal presagio. Parece la antesala de algo, pero no hay manera de averiguar nada.

Fuma y lee y mira el mar y el horizonte de nubes negras y no tiene miedo.

Inevitablemente, recuerda los días felices de antaño. Inevitablemente, se pone triste. Pero también contento. La ceniza del cenicero sale volando por culpa del viento. La brasa de su cigarro brilla con un fulgor casi sobrenatural. Es hermoso. Siente la brisa recorriendo su piel vieja y reseca y eso, más o menos, es todo. La imagen no ofrece detalles del contexto. ¿Dónde está? ¿Cómo ha llegado ahí? ¿Tiene familia? ¿Hijos? No puede saberse.

Lo que sí puede saberse es que lágrimas de felicidad y de tristeza surcan sus arrugadas mejillas y que se prepara una tormenta y que atardece. Y que el último atardecer sobre la tierra se parece mucho a un atardecer cualquiera.

Con todos mis respetos, señor Bolaño.

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