Hace poco leí un artículo de un doctorando en filosofía en el que contaba lo mal que lo había pasado al terminar la carrera y no saber qué hacer. En mi caso, justo cuando estaba a punto de terminar la carrera, me pasé una semana, o puede que más, tirado en un sofá llorando sin parar. No hablaba, solo balbuceaba y lloraba. De repente, la idea de dar clases me angustiaba tremendamente. No quería ser profesor. Entonces, para qué coño me había licenciado en Filosofía. Qué iba a hacer ahora. Era idiota. No valía para nada. Así que adopté una posición fetal en el sofá y me dediqué a llorar. En el viaje en autobús de vuelta a mi casa, finalizado el periplo universitario, seguí llorando. Lloré durante todo el viaje. Menos mal que nadie se sentó a mi lado. Cuando llegué a casa intenté con todas mis fuerzas no llorar más, pero no lo conseguí. Quería seguir viviendo en Salamanca, quería seguir estudiando. Seguí llorando, no podía parar. Finalmente me calmé cuando decidí —el instante de la decisión es una locura, dice Kierkegaard— que podía opositar para ser bibliotecario, pese a no tener ni idea de biblioteconomía. Mis padres no solo no me reprocharon ser un cafre y haber estudiado lo que me había dado la gana para nada y de repente cambiar de idea y no querer ser profesor de Filosofía sino que me apoyaron y me animaron a que me apuntara a una academia para preparar las oposiciones. Tengo mucha suerte de tener unos padres así. A mí la academia me parecía muy cara, a ellos no. Ahora ya llevo años trabajando como bibliotecario y, la verdad, me gusta. De vez en cuando algún compañero me pregunta por qué no me presento a alguna oposición para dar clase de Filosofía, ya que, al parecer, tengo ciertos conocimientos sobre el tema —la Filosofía me sigue flipando, eso es verdad— pero yo digo que estoy bien así.
viernes, 5 de febrero de 2021
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