miércoles, 21 de julio de 2010

Calor y polvo

El calor sofocante y pegajoso diluye las ideas en una serie de meandros que no desembocan en ninguna parte, o las hace girar en un círculo infernal, sin fin, hasta que caen rendidas, sudorosas, sobre la tierra seca, abrasada por el sol.

El extraño deseo de tumbarse hasta que el sol secara su carne y su cerebro se iba poco a poco apoderando de él. Ser polvo de nuevo y viajar con el viento a tierras desconocidas

Eran solo ideas o imágenes con las que se entretenía, posibilidades huérfanas de realización, es decir, posibilidades que no eran reales, meras fantasías.

Descalzarse y caminar sobre el asfalto caliente hasta cruzar los límites de la ciudad y continuar caminando sobre los campos amarillentos en los que no se divisa árbol alguno, hasta morir de sed, con la piel quemada, a cientos de kilómetros de cualquier lugar. Como un mártir de ninguna causa. Mirarían su cuerpo -la expresión hosca, su cara sudorosa y polvorienta, los labios apretados, la mirada curiosamente alegre, satisfecha- mucho tiempo después, y una desazón que no alcanzarían a comprender encogería los estómagos de los perplejos observadores. Llamarían a la policía. Se apartarían en silencio. Todo habría terminado. Una historia sin sentido. Ni siquiera el final logaría configurar un sentido. Nada cuadraría. Un mal relato.

Otras imágenes no eran tan tristes ¿ni tan absurdas?: bailaba en medio de una muchedumbre que con sus saltos formaba una densa nube de polvo, bebiendo cerveza, y alguien le miraba y esa mirada era el signo que necesitaba para saber que existía y no debía caminar hasta morir por ninguna causa, que era mucho mejor sonreír y seguir bebiendo cerveza y saltando protegido por la calurosa noche de verano que envolvía a todo el mundo con una fragancia de éxtasis. Escuchaba la música y la locura destruía el mundo. Se trataba de una imagen hermosa y liberadora, pero insostenible. Lo que la locura musical destruía era el mundo de las acciones y los vínculos humanos sobrios y obligatorios, que esperaban a la vuelta, y proponía en su lugar una efímera comunidad de poéticos habitantes de un mundo transformado en un dios bailarín. Algo así. Pero aquí la tristeza viene después. Al tiempo de la fusión dionisiaca le sucede el tiempo de la disgregación, y entonces él regresa a casa con la frente apoyada en la ventanilla del autobús.

Pero él estaba solo y desencantado. El calor, sin duda, era la causa de sus fantasías alocadas. La soledad podía ser la causa de que algún día prefiriese creer en ellas y habitarlas y olvidarse de todo convirtiéndose en un pobre hombre extravagante al que los niños tirarían piedras riéndose e insultándole: viejo loco, puto trastornnado.

Sentarse en una mecedora en el porche de una casa del sur de Estados Unidos con un rifle y una botella de whisky y emborracharse a conciencia creyéndose un gran escritor cuya imposibilidad de sustraerse a un destino tan trágico como estúpido alimentaría su misantropía a la vez que le rodearía con una aureola de atractivo malditismo. Fumaría mucho contemplando el atardecer y luego las estrellas y el resto de la noche escribiría grandes novelas americanas sobre la desquiciada y violenta sociedad contemporánea. Tendría muchas groupis, pero nada aliviaría su soledad, porque la soledad de un escritor norteamericano que bebe whisky sin parar en un porche pertenece a su esencia de ser humano lanzado a bocajarro a un mundo hostil. La necesitaría para alimentar su rabia y sus ensoñaciones, aunque fuera lo más parecido a mascar polvo en el desierto.

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