miércoles, 3 de junio de 2009

Lo que quiero decir es lo que se me escapa al intentar decirlo

El retorno de lo real, la pasión por lo real, la espera de Godot, Kafka en su habitación. Lobos aullando, lobos esteparios, teatro sólo para Locos. Dostoievski frente al pelotón de fusilamiento, desnudo, a treinta grados bajo cero. Dostoievski dictando una novela a una mecanógrafa para saldar sus deudas de juego: El jugador. Mishima suicidándose ante las cámaras de televisión. El huraño Salinger. Pynchon que nadie sabe cómo es, que se oculta. Burroughs jugando fatalmente a Guillermo Tell. TEATRO SÓLO PARA LOCOS. David Foster Wallace hallado muerto, ahorcado. Dan ganas de agarrarle por las solapas y zarandearle y gritarle que por qué, ¿y David Foster Wallace nos ofrecería un pañuelo para secarnos las lágrimas, diría algo ingenioso? Un autor a quien después de leerle nos gustaría llamar por teléfono: DFW. Holden caufield, nos hacemos viejos. Esperando. Toda una red de llamadas y respuestas disparatadas: he ahí la literatura, su esencia móvil, su faz hudiza, sus pasadizos excavados en el viento. Versos condenados como los de antes y pasado mañana. Incomprensibles a veces. Feroces. Valientes. Truman Capote fascinado por un asesino viril y contado con una prosa quirúrgicamente precisa. ¿Qué decir de Humbert Humbert? Nabokov está resguardado en las entrañas. Bolaño, valiente hasta lo inverosímil, escribiendo siempre, luchando. El cerebro de Leopoldo María Panero convertido en una rosa. LMP descubriendo que la guerra más inútil es la autoafirmación del yo, que para ser posible haría falta que el otro no existiera. Palabras. Cuevas arañadas en las copas de los árboles, danza invisible resbalando por los tejados. Saltar a la pata coja para llegar a algún lugar del que querremos huir nada más llegar. Carreras de sacos, carreras imprudentes de motos, hace ya tiempo. Marcar goles. ¿Aún recuerdas los primeros cigarrillos? Sí, cómo no. ¿Que quién me ofreció el primero? No lo sé, hacíamos el tonto. ¿La primera vez? La sensación fue extraña. Buena, pero extraña. Placer y vértigo. Como pasar de pantalla en un videojuego, éxtasis por el logro realizado y expectación por el monstruo final, y ternura y tristeza y algo más definitivamente indescriptible. El monstruo final, si nos ponemos existencialistas, sólo puede significar la muerte, la muerte de verdad, sin vidas extra, la última partida con la última vida disponible. Pasar pantallas y morir. Pero que la fiesta no decaiga, a pesar del vacío y de la incertidumbre y del miedo. Respirar hondo, concentrarse, ¿cuál es la siguiente pantalla? La Nintendo de 8 bits me la regalaron por mi comunión, yo tenía nueve años y me hicieron fotos horribles vestido de marinero. Nos pasamos el día jugando, felices. Mi vecino tenía un videoconsola anterior, no recuerdo el nombre, recuerdo un videojuego hipersimple con dos palitos y una bola, un tenis digital rudimentario que nos tenía horas pegados a la pantalla, como descubridores explorando una ruta de posibilidades inéditas e insospechadas. Recuerdo que jugábamos en la habitación de sus padres. Las habitaciones de los padres imponían respeto. Uno se sentía raro estando en ellas jugando a esa videoconsola anterior a la Nintendo de 8 bits. Por las noches de pesadillas eran un refugio. Mundos perdidos. Los Niños Perdidos. Las tardes de nocilla y videojuegos. Un bollo de grasas saturadas llamado Xuxo. El Pang. Los futbolines. La piscina. La topografía de nuestra educación sentimental. Y muchas cosas más de las que no sabría hablar.

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