viernes, 26 de diciembre de 2008

La felicidad es la lucha

Un avión cruza el cielo y deja un resplandor anaranjado, el dibujo de una línea muda y efímera incendiada por el sol, a estas horas escondido ya detrás de los edificios. Todo se aleja. Afuera los orcos sientan a la belleza en sus rodillas y la hunden en lodo viscoso y putrefacto. Adentro el vacío se extiende, como el desierto. Como el tedio. Pessoa dijo: no soy escéptico, soy triste. La tristeza no es productiva. Lo sabemos demasiado bien. Los niños idiotas y perdidos que ya no son niños pero sí idiotas y siguen perdidos llaman inútilmente a la dama del lago. La esperanza depositada en un ser fantástico, un signo de debilidad, un consuelo, una huida. Pero sin trascendencia, por favor. Huir, pero ya, y agarrar un arma. Y, sin embargo, no nos movemos. Seguimos perdidos y solos y los demás tienen coches, novias, pisos, trabajos, cosas, signos de normalidad y poderes de normalización. Nosotros un raro orgullo, los puños cerrados, el alma encharcada, pesadillas resacosas, una rabia que a veces salta y danza y otras se acuesta y cierra los ojos y simplemente espera a que el tiempo pase. La voluntad de poder sufre vaivenes inexplicables. La diosa Fortuna es caprichosa. El oxidado sueño pequeñoburgués se parece a una asfixia opresiva y nos faltan fuerzas para afrontar el peligro, pero no gozaremos de libertad que nos merecemos sin luchar a muerte por conquistarla. Y los monstruos acechan: el tedio, el derrumbe de horizontes, nuestra fundamental desmoralización y patéticos ideales, nuestros sueños reducidos al deseo de ganar dinero y más dinero para acumular cosas y más cosas. Sueños que huelen mal. ¿Qué fuerzas podemos oponer a los profetas de la acumulación, si es que no hemos quedado reducidos definitivamente a espantajos impotentes?

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