Escribe Antonio Escohotado —él sabrá por qué— que «despreciar el principio de continuidad se paga con dogmatismo» (2008, p. 20).
Igualmente, sin dar ninguna razón, podríamos sostener lo contrario: despreciar el principio de discontinuidad se paga con dogmatismo. Concretamente con el dogma anticomunista que liga las ideas evangélicas con las marxistas, por ejemplo. Este no diferenciar lo que en sí es diferente es el método de Antonio Escohotado. Así, por arte de birlibirloque, el comunismo se convierte en pobrismo, en milenarismo, en un ajuste de cuentas; Marx es un ebionita, lo que sea. Aplicando el principio de continuidad da igual ocho que ochenta.
Antonio Escohotado cree que lo contrario del principio de continuidad por él postulado es el mero azar. Si no hay un principio de continuidad, será puro azar que la lógica de no sé qué integristas sea la misma que la de no sé qué comisarios políticos ateos (p. 26).
Da por supuesto, en primer lugar, que sea la misma lógica (hay una suerte de visión ahistórica de la historia en Escohotado). Es decir, presupone aquello que debería demostrar. En segundo lugar, que haya discontinuidad, que el comunismo del siglo XX no tenga nada que ver con el supuesto comunismo cristiano o platónico, no significa que dichos fenómenos no puedan coincidir en algunos aspectos, sin que la coincidencia se deba a que todos pertenecen a una misteriosa sustancia inalterable que atraviesa los siglos y los milenios.
Esta Gran Continuidad, este Autodespliegue de la Idea Comunista, parece una «distorsión retrospectiva». Porque los análisis de Marx sobre el Capital son, como bien dijo Felipe Martínez Marzoa, descripciones específicas de la sociedad moderna, de aquella sociedad en la que impera el modo de producción capitalista, y de ninguna otra.
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