Tu texto deriva peligrosamente hacia una vanguardia ilegible y sin talento, pura filfa. Necesitas organizar. Disciplina. Límites. Las palabras escritas te gustan te calman, pero ¿piensas acaso en el lector? Escribir para uno mismo debe de ser un signo de demencia. ¿Estaba loco Joyce? Finnegans Wake primero debería ser traducido al inglés, dicen. ¿Lo ha leído alguien? ¿Lo traducirán al español? Puede que Larva sea el Finnegans Wake español.
No te caen bien los escritores. Excepto Beckett, Kafka, Carroll y Wallace. Todos muertos. Coro de espectros. Leer es igual a escuchar con los ojos a los muertos. Fantasmas, amor, espectros. Y Emily Brönte, también te cae bien Emily Brönte. También muerta. Murió joven. Simone Weil también murió joven. Te gustan los nombres propios. De ahí este constante, alocado name-dropping.
Lees otra maldita vez la maldita broma infinita y te da por delirar (delirios de grandeza desorbitados, pero tristes). Si tuvieras (imaginemos lo inimaginable) su talento (el de DFW) y escribieras una obra así (como La broma infinita), seguramente no le gustaría a casi nadie. Te dirían que no la entienden, que es pretenciosa, demasiado larga, uno de esos libros que no invita amablemente a lector a entrar sino que lo echa a patadas, sin contemplaciones.
Piensas entonces que tal vez la falta de talento sea una bendición y que es mejor que las plegarias no sean atendidas pero en el fondo sabes, claro que lo sabes, porque no eres del todo idiota pese a tus delirios de grandeza, que eso es como lo del zorro y las uvas.
Pero la inquietud matinal producida por no sabes muy bien qué que te ha puesto de los nervios se disipa mientras escribes tus mierdas (como consecuencia de escribir tus mierdas, mejor dicho) y te dices: bueno, si no hay literatura, gran arte, estilo ni nada, al menos que haya terapia.
Y que el monólogo delirante siga yendo a su bola, tejiendo viento.
Y que el monólogo delirante siga yendo a su bola, tejiendo viento.
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