Día lluvioso. El cielo gris proyecta un fulgor fantasmal
sobre los tejados. Como algunos lectores ya habrán advertido, la gama de mis
intereses es bastante limitada, una y otra vez vuelvo sobre los mismos temas,
sobre los mismos autores, incansablemente aparecen y reaparecen la lluvia, los
tejados, los fantasmas, el viento, los árboles, las estrellas distantes, las
reverencias en el vacío, los cigarros[1], como
inevitables y difusos puntos de referencia de un texto desgajado, deshilachado,
que, más que avanzar, da vueltas sobre sí mismo, reescribiéndose
incesantemente, buscando, en todo caso, ampliar los círculos en que se mueve,
no alcanzar alguna ilusoria meta[2]. Este
volver una y otra vez sobre lo mismo podría considerarse, ciertamente, una
conducta repetitiva[3] y obsesiva[4]. Aunque
lo cierto es que muchas de las cosas sobre las que escribo una y otra vez no me
preocupan especialmente, ni pienso mucho en ellas. Son, por así decir,
acontecimientos que se producen en la escritura misma, casi al margen de mi
voluntad. El lenguaje es quien habla[5]. No
son mis obsesiones[6].
Ahora mismo, mientras escribo esto, me estoy tomando un café
con leche en un vaso de Nutella. Por un lado[7] está
un dibujo de Snoopy en un monopatín, por el otro Snoopy con gafas de sol y
apoyado con una mano sobre su caseta con aire indiferente y cool y, efectivamente, en la camiseta
que viste está escrito Joe Cool[8].
El primer párrafo no tenía otra intención que justificar de
antemano el hecho de que vamos a volver a hablar (sí, otra vez) sobre la frase
de DFW[9] que
da título a su biografía: Todas las
historias de amor son historias de fantasmas. Cierto es que dijimos que
sobre el tema de los fantasmas Kafka ya había dicho todo lo que hay que decir,
pero el propio Kafka sabía perfectamente que igualmente nos vemos compelidos al
comentario, al intento de captar el sentido de lo dicho, y que este no tiene
fin.
Para comprender la afirmación de DFW hemos de retroceder
hasta esa época de esplendor intelectual conocida como Edad Media[10]. Durante
el aristotelismo medieval, la función que se le asignaba a la imaginación,
lejos de ser una mera facultad subjetiva, era la de mediadora entre el mundo
sensible y el mundo inteligible, de tal forma que nihil potest homo intelligere sine phantasmate[11]. Con la llegada del
ego cogito cartesiano, sin embargo,
se considera que entre la res cogitans
y la res extensa no hace falta ningún
tipo de mediación. La ciencia moderna nace con la dualidad entre sujeto y
objeto. En la filosofía medieval ese sujeto moderno, enfrentado a objetos, no
existía como tal. El problema del conocimiento era más bien la relación entre
lo Uno y lo Múltiple[12]. Lo
que sucede con el nacimiento de la modernidad es que a la imaginación, al
fantasma, se le destituye de su posición como sujeto de la experiencia y queda
relegado al ámbito de la alienación mental, de las visiones y fenómenos
mágicos, queda, en definitiva, fuera del ámbito de la experiencia auténtica[13].
Pues bien, al excluir la fantasía del ámbito de la
experiencia auténtica, la fantasía arroja una sombra sobre la experiencia. Esta
sombra es el deseo, y el deseo es la idea de una inagotabilidad de la
experiencia. Fantasía y deseo van de la mano. Así, dice Agamben, el
descubrimiento medieval del amor es el descubrimiento de que el amor tiene por
objeto no directamente la cosa sensible, sino el fantasma[14]. Es
simplemente, seguimos con Agamben, el descubrimiento del carácter fantasmático
del amor.
Ahora la cosa se complica. No sé si habrán notado el aire de
platonismo que envuelve todo esto. No hemos parado de hablar de imágenes y
apenas nos hemos topado con cuerpos[15].
Dado que el lugar del amor es la fantasía, el deseo no encuentra frente a sí
objeto alguno en su corporeidad, sino una imagen[16] en
la cual los límites entre lo subjetivo y lo objetivo quedan anulados. Y, al no
ser el amor una oposición entre sujeto y objeto, los poetas pueden definir sus
rasgos como un amor cumplido cuyo goce no tiene fin[17].
Pero la cuestión es que todo cambia al relegar la fantasía
al ámbito de lo irreal y el deseo se vuelve imposible de satisfacer, mientras
que anteriormente la fantasía era la mediadora y la que garantizaba la
apropiabilidad del objeto de deseo[18]. Así
Sade[19] no
encuentra frente a sí nada más que un cuerpo, un objectum que solo puede consumir y destruir sin satisfacerse nunca,
porque el fantasma huye y se esconde en él hasta el infinito.
Y hasta aquí llegó nuestro comentario sobre la fantasía y
los fantasmas[20]
[1] Las reverencias en el
vacío, mientras uno está cayendo, remiten a Alicia
en el país de las maravillas, que es en sí mismo un motivo recurrente.
Otros motivos recurrentes, abandonados pero no olvidados, podrían ser: las
marionetas, los espantapájaros, los gatos solitarios que merodean, enigmáticos,
sobre los tejados, la cerveza, las provisiones necesarias para enfrentarse a la
nada, las noches azules, la intemperie, los gritos o la plenitud de los
instantes que reclaman su derecho a la eternidad.
[2] La idea de progreso me
resulta cada vez más extraña. Sobre todo cuando, como en la filosofía moderna,
se hace de la Historia
un Sujeto y se dicen cosas como “la
Historia no permite que se burlen de ella, la Historia dirige sus
mayores esfuerzos hacia…” frase de Marx que revela su conexión con Hegel y que,
tras la crítica de Foucault, no podemos ya aceptar: la Historia no tiene Sujeto.
[3] Una especie de
estereotipias mentales. Aunque las estereotipias mentales serían algo así como
repetirse frases mentalmente, lo cual bien podría considerarse una traducción o
traslación de las estereotipias motoras estándar de toda la vida (estoy
especulando). Por supuesto (y debería ser totalmente evidente) la
patologización de determinados rasgos no es sino una operación ideológica que
no por casualidad se produce durante el ascenso del neoliberalismo (y no me
estoy dejando llevar por teorías conspiranoicas).
[4] Lo cual a mí no me
preocupa, por la muy prudente razón de que si lo hiciera, si me preocupara, me
vería abocado ineluctablemente a una obsesión de segundo grado, es decir, a
obsesionarme con la idea misma de obsesión, y esto no se detendría aquí sino
que seguiría un típico proceso recursivo sin fin, abismal y vertiginoso, en
medio del cual uno se sentiría como si estuviera en un barco, en alta mar,
terriblemente mareado, pero estando en tierra firme. Por ejemplo, ahora mismo
se me ocurre que una posible objeción a lo que acabo de decir sería que, para
no estar nada obsesionado con el hecho de estar obsesionado o no, le estoy
dando ya muchas vueltas (otra vez el tema de las vueltas). Y ahora la siguiente
objeción sería que parezco obsesionado con el tema de estar obsesionado con el
tema de estar obsesionado con el tema de estar obsesionado o no, con lo cual
estaríamos ya (creo) en una obsesión de tercer grado. Y así sucesivamente.
[5] La idea es de Heidegger,
claro. Más adelante tendremos ocasión (espero) de atacar al sujeto cartesiano
de la modernidad. Otra forma de decirlo es que el sujeto de enunciación es
colectivo (Deleuze).
[6] Nada de todo esto ha
quedado muy bien explicado, me temo.
[7] Esta nota es absolutamente
imprescindible para dejar constancia de que, en realidad, en un vaso no hay
lados.
[8] Nada de todo esto tiene
mucha relevancia; es simplemente cierto y la función que cumple en el conjunto
del texto es la de introducir una nota frívola, ya que a partir de ahora se va
a hablar de filosofía medieval, y eso conlleva demasiada densidad teórica, así
que hablar un poco sobre un vaso en el que aparece Snoopy me ha parecido
bastante apropiado, si bien, ya digo, no muy relevante.
[9] Pongo las iniciales, algo
que a muchos les irrita, por una pura cuestión de comodidad. Por lo demás, los
que odian a David Foster Wallace (en adelante, como hace un momento, DFW) no
les considero miembros de mi misma especie (ojo, no quiero decir que sean
inferiores, pueden incluso ser superiores, pero vivimos en universos
diferentes, inconmensurables, sin ninguna posibilidad de relación, sin ningún
punto de contacto, jugamos a dos juegos de lenguaje diferentes, etc… En
realidad estoy exagerando, podría irme de cañas con gente que odia a DFW, siempre
y cuando, claro, hablásemos de fútbol o de cualquier cosa no relacionada con
DFW)
[10] La denominación lleva ya
implícita una connotación peyorativa que aquí rechazamos resueltamente
[11] Espero que la fórmula se
entienda porque yo no sé latín y no me veo con autoridad para traducirla, pero,
de todas formas, estoy casi seguro de que quiere decir que sin la imaginación
el hombre no puede comprender nada.
[12] No nos vamos a detener
demasiado en esto. Si alguien quiere entretenerse un buen rato, puede consultar
las abstrusas discusiones en torno al intelecto agente separado y único (que
sería el sujeto del conocimiento) y la multiplicidad de actos particulares de
intelección (que serían llevados a cabo por los sujetos empíricos)
[13] Todo esto y parte de lo
que sigue se puede encontrar, mejor explicado, en un libro de Giorgio Agamben, Infancia e Historia
[14] Miles de millones de
canciones pop cantan al fantasma, los ejemplos son innumerables. “Ahora tengo
que aprender a desnombrarte, con los ojos más que con la boca” (Paco Bello, en
una canción malísima que por alguna razón, aunque no sé por qué razón, me sé
casi de memoria). La ya citada (creo) de Nacho Vegas: “quererte es intentar
atrapar con las manos el aire”, o Andrés Calamaro: “mirarte en el aire es mi
mayor problema”, etc. Podríamos decir que todas las historias de amor pop son
historias de fantasmas.
[15] Otro día se puede hablar
de Nietzsche, para quien lo sorprendente es el cuerpo.
[16] Un ángel, con el
significado técnico que tiene esta palabra en la filosofía medieval, es decir,
una substancia separada, incorporal.
[17] Dice Agamben, aunque no
estoy muy seguro de comprender esto bien
[18] Las historias pop de amor
fantasmal no son historias en las que el fantasma, en este extraño sentido
medieval de los trovadores stilnovistas, cumpla el amor, es decir, se apropien
del objeto de deseo en la fantasía.
[19] Siempre según Agamben, a
quien estamos siguiendo/copiando todo el rato
[20] Tal vez la conclusión
haya sido algo abrupta, pero en el texto de Agamben ahora vienen un montón de
consideraciones sobre la dialéctica del amo y del esclavo de Hegel y yo me voy
quedando sin fuerzas (por culpa, tal vez, de poner demasiadas notas a pie de
página, lo cual ha dejado el texto principal un poco raquítico y acaso no muy
bien explicado); necesitaría insuflar mi torrente sanguíneo con decilitros de
cafeína para enfrentarme a la jerga hegeliana y aun eso no garantizaría que me
enterara de algo, aparte de que me alteraría y me impediría dormir.
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