Mi daimon interior me exige llevar la contraria sistemáticamente —incluso me exige, el muy insaciable, llevarme la contraria a mí mismo, lo que tal vez implique algún tipo de paradoja o de bucle infernal en el que de momento es mejor no pensar (respecto de los bucles y estas cosas, al hilo del libro Gödel, Escher, Bach, se me ha ocurrido que una buena imagen del pensamiento, de la Filosofía, sería la FIGURA-FIGURA, de Scott E. Kim, dado que la Filosofía trata de hacer explícito lo implícito, es decir, de traer el fondo al primer plano, motivo por el cual, dicho sea de paso y con la intención de ir acabando ya este largo paréntesis, la filosofía es inherentemente recursiva y hable de lo que hable termina hablando, sobre todo, del hablar mismo*)—.
Me pasó con Feyerabend, a quien según una profesora que tuve había que darle de comer aparte. Según yo, Feyerabend, para empezar, sabía más de Física que todos los tuercebotas que estábamos en aquella clase, incluida la profesora en cuestión —la soberbia intelectual de los estudiantes de Filosofía tiende al infinito, pero sus conocimientos sobre Física suelen ser, salvo excepciones, paupérrimos—.
Me pasó con Derrida, quien, por lo demás, es un genio y un escritor soberbio, el James Joyce de la Filosofía.
Me ha pasado con Bruno Latour.
And son on...
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