Creo que no hay manera de decir lo que voy a decir sin sonar pedante, así que ahí va, sin más: ayer por la noche, mientras releía a Proust, el principio de Por el camino de Swan y algún que otro pasaje, escogido al azar, del mismo libro, estuve pensando en que, pasara lo que pasara, independientemente de las catástrofes y amarguras, de los fracasos, de los sinsabores y de las penas, Proust siempre estaría ahí, que su obra perfecta, su lirismo ingualable, destilado por esa sintaxis sinuosa y envolvente que constituye uno de los milagros estéticos más logrados y admirables que hayan ocurrido jamás, siempre sería un punto de referencia, un hogar cálido, un refugio en el que guarecerse de las tormentas de nieve y del frío invernal, un faro indestructible que resplandece en la noche y cuyo resplandor seguirá imantando nuestras miradas perdidas. Estuve pensando en que la existencia de la obra de Proust es un motivo de alegría, que el simple hecho de que exista debería hacernos sentir bien. Y apenas apagué la luz del flexo mis ojos se cerraron tan presto que ni tiempo tuve para decirme ya me duermo.
Y hoy me he encontrado con este artículo de Jenn Díaz sobre la gran Carson McCullers quien, al parecer, también pensaba que a Proust siempre se le puede tomar como referencia, porque su obra es inagotable y esplendorosa.
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