Pienso en la serenidad extática del desierto, en el viento cálido de poniente, en su luz desmayada al atardecer, esa lenta caída casi fuera del tiempo.
Tú eres una figura diminuta en la blanca arena, en la solitaria arena. Caminas hacia el mar y el viento alborota tu pelo. No te gusta el viento. Pero, amor mío, el viento parece ser nada menos que el dios del lugar.
El viento y la luz. Una luz terrosa, extraña. Una luz que, de alguna manera, imprime silencio sobre la tierra. Incluso el mar guarda silencio aquí. Apenas se mueve. El ritmo de sus olas, suaves, imperceptibles, obedecen a un patrón secreto.
Hay un viejo almacén de madera que parece el decorado de una película de Sergio leones, pero que no es el decorado de ninguna película de Sergio Leone, y nos hacemos fotos.
Hay una iglesia que se alza en medio de la nada y que irradia un magnetismo misterioso. Más que un monumento religioso, pienso, este es un monumento mágico, unido irremediablemente a su entorno de aire salino y luz de perpetuo atardecer.
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