viernes, 18 de junio de 2010

Joyce Carol Oates


Estoy leyendo La hija del sepulturero. Los temas: la identidad, la familia, la violencia.

Joyce Carol Oates es una narradora portentosa, con una capacidad increíble para caracterizar a sus personajes. Te sumerge en la historia, te mantiene despierto hasta horas indecentes, deseoso de saber más, de seguir leyendo, y eso es de agradecer. Narrar es un arte, como todo, y ella lo hace excepcionalmente bien.

Esben and the Witch+texto escrito escuchándoles



En verano él escuchaba música gótica, su piel permanecía pálida, miraba melancólico a los bañistas de la playa, que desprendían un tipo peculiar de alocada felicidad, sabiéndose ajeno al festín de las risas sin motivo y a los ritos comunitarios y estúpidos de las pandillas que pululaban de aquí para allá, exhibiéndose, pavoneándose orgullosos, morenos, sonrientes. Se consolaba pensando en la belleza de los precipicios, regodeándose en los desfasados tópicos románticos de la incomprensión y la genialidad individual. Era la introversión misma hecha carne y huesos y lágrimas negras talladas con un machete en el corazón (perdonen la imagen tan violenta como cursi). Deambulaba, solo. Miraba. Su mirada estaba estratégicamente calculada para infundir algún tipo de complejo sentimiento en alguna chica que, en consecuencia, se viera obligada a actuar de alguna forma subliminal y sutil que se revelara como signo de su amor eterno, excesivo, patético. Su mirada, pensaba mágicamente, poseería poderes telepáticos, pero en qué mundo, y más que pensamientos articulados en conceptos hilados discursivamente, en secuencias lógicas y ordenadas, expresaría destellos, fogonazos simultáneos, el brillo mismo de lo inefable flotando en el viento, como brillantina, y enredándose en su pelo, en sus labios. Toda esa belleza desmayada. Niebla y un sabor afilado en la boca, sombras, melodías que se extienden, se dejan caer y flotan, flotan siempre, te acarician los párpados, sonríen apenas. Demasiado tarde. Demasiado tarde para qué. Él no lo sabe, no sabe nunca nada, la palabras no. Se quiebran. Él se agarra el brazo izquierdo con la mano derecha, y mira. El horizonte, las olas. Todo respira, por un instante, aliviado. Pero todas estas palabras ya las he pronunciado miles de veces, no sirven; quisiera abrirlas, con un hacha, destrozar, destrozar cosas, ver cómo pasan de una configuración formal a otra en un proceso irreversible. Antes, ahora ya no. Todo cambia. Y esto ya sido dicho, y también ha sido dicho que ya ha sido dicho, y así. Luego regresa a casa, abatido, pone una canción y se olvida del mundo. El mundo está ahora entre paréntesis; las oraciones ya no significan nada, las palabras ya no significan nada, son solo una música que se derrama sobre el mar, que las acoge sin preguntas; el mundo más allá de la significación es una composición de sonidos y colores y texturas y sabores que se combinan sin fin, sin objetivo alguno; y él vio que eso era bueno, y se durmió con una sonrisa de asentimiento moldeando sus labios fríos, solitarios.

jueves, 3 de junio de 2010

Poetas de nuestro tiempo

Entiendo que digas que soy un desastre,
pero es mi cerebro,
no me siento responsable.


Astrud, Minusvalía