jueves, 22 de octubre de 2009

De viaje

Se cambió el nombre y el color del pelo. Empezó a fumar. No mucho, cinco cigarros al días. Pisó el acelerador del coche, un coche viejo y peligroso con toda clase de recuerdos fatídicos y hermosos adheridos a la tapicería como un polvo espeso y pegajoso que el viento era incapaz de desprender, por muy fuerte que pisara el acelerador. Abre la ventanilla. La ceniza revolotea histéricamente unos instantes antes de ser succionada por el paisaje exterior, un paisaje seco, duro, monótono, mudo, un paisaje con los dientes apretados que parecía desafiarnos a todos, retarnos a resistir, en un extraño juego sin premio alguno. Empezó a llorar, despacio, sin hacer ruido, había sido capaz de contener las lágrimas durante mucho kilómetros solitarios, pero finalmente se deshizo en lagrimas, en silencio, la carretera se ve empañada, demasiado larga, sin destino. Hoy ha fumado más que cualquier otro día. Se mira el pelo en el espejo, no se reconoce. Tendría que mudar también la piel, alterar el timbre de mi voz, modificar el ritmo de mis pasos, la dirección de mis miradas y azuzar el fuego de mis ojos en busca de la felicidad. Dicho esto último con la ambigüedad propia de la ironía, una ironía inevitable, de obligado cumplimiento, nacida del temor, fruto de la desesperación y siempre disponible para templar frases y sentimientos arrebatados, lanzados sin red hacia el ridículo. Qué clase de personas somos, en qué clase personas nos hemos convertidos, por el amor de dios, vamos buenos, dónde está el cementerio, el coche aparcado lejos del arcén, mientras el llanto se le seca en la piel, dejando un surco ligeramente oscuro y hermoso, los ojos vidriosos, retraídos, los labios pálidos y las mejillas coloradas esforzándose en construir un esbozo de sonrisa que se queda flotando en el viento, desvaída mueca que sobrevuela el abismo. Arranca de nuevo el coche, toma el desvío hacia la autopista, el sol le molesta en los ojos, se pone las gafas de sol, y qué bien le sientan, con el pañuelo al cuello, parece salida de una película antigua, en blanco y negro, con la cazadora negra de cuero, que le da un aire salvaje y sofisticado, y empieza a reír, carcajadas tímidas al principio, carcajadas desatadas y estruendosas luego, riéndose sola como una loca, muy por encima del límite de velocidad, circulando por las desoladas autopistas que bordean sin atravesar las ciudades, movimiento perpetuo, sin progresión, sin sentido, puro movimiento sin fin, como la vida, por la red de carreteras, su compleja geometría, sus entrecruzamientos, en busca quien sabe de qué, acaso del olvido o, en todo caso, piensa, de una memoria distinta de la suya, una memoria fusionada con otras memorias, no necesariamente de personas, la memoria de las rocas y de la lluvia y de la tierra mojada y de crepúsculos rojos y de animales diminutos y de helechos cósmicos, pero qué estoy diciéndome, volviéndome loca. Dejar todo atrás. Huir, resistir. Aún no sabes de qué eres capaz. Asustada, desde luego, pero decidida, aunque reconoces que incluso la más firme de las determinaciones flaquea, acosada por la incertidumbre y por el miedo, por la nostalgia y por la furia, en fin, por tantas cosas, tantas zonas de penumbra y deseos carcomidos por el tiempo. Se trata de un equilibrio precario, un juego de claroscuros intermitentes. Seré capaz, lo sé. Formulas profecías con la esperanza de que se conviertan en profecías autocumplidas. Ser capaz, en eso consiste la libertad, ni más ni menos. Que tomen notas los estudiantes y dejen de joder con significados abstractos: voluntad de potencia, afectos alegres, afectos tristes, cuerpos. En una gasolinera para, reposta, compra un bocadillo, una botella de agua, repone fuerzas. El cielo está despejado y luce increíblemente inmenso, azul abismal, nunca lo había sentido así, un inmenso lienzo vacío, lleno de posibilidades, pero vacío, la noche del mundo, como su conciencia, prometedor a la vez que amenazante. Todos los comienzos son difíciles, una voluntad que no se determina no es real. Te dices esto siempre. Sin embargo, ella ha huido movida más bien por un impulso ciego, por una voluntad ciega. Desde luego, no sé lo que quiero, quiero querer algo, eso sí, pero no es mucho, con eso no se construye una vida, al menos no una vida firme y encarrilada, sino más bien una vida a la deriva de señorito mimado y frágil e irritante alma bella, con pájaros en la cabeza, eso sí. Una vida llena de una ansiedad absurda. En fin, la insoportable levedad del ser y todo eso. Una vida light, desprovista de sustancia. Esperas el acontecimiento de lo maravilloso atacando al mundo de los hechos como agua de mayo, pero es fugaz, respiras el aire fuerte de la cumbres y acto seguido caes. La consabida danza ciclotímica. Subes el volumen de la música. Podría arrojarme por un precipicio, pero el fotograma no se congelaría, me moriría sin más, sin fábulas esperanzadoras sobre la emancipación que valgan. Una muerte sin épica, un dato más acumulado fríamente en alguna bases de datos. Ya hay que poner las luces, ya se ha hecho de noche, todavía no has llegado, por muy deprisa que vayas no hay meta así que da igual. En tu casa no hay nada que cenar, duermes con dolor de estómago. Mañana será otro día. Tienes miedo. No importa, serás capaz.

sábado, 3 de octubre de 2009

Wind

No recuerdo quién fue el primero en sugerirlo. Tal vez no fue nadie. Tal vez todo comenzó como un temor presentido por todos, como una posibilidad que nadie se atrevía a verbalizar. Cada día caminábamos menos. Poco a poco, fuimos dejando de hablar entre nosotros. Un grupo de cinco o seis personas estuvo con nosotros durante un mes. Ni siquiera nos saludamos. Por supuesto, tampoco nos despedimos. De vez en cuando, por la noche, alguien lloraba. Su llanto se diluía en el crepitar del fuego. De todos modos, seguimos buscando. Pero la sospecha de quizá no hubiese nadie en Wind no era algo que pudiera ignorarse. Tal vez murió hace muchísimo tiempo. La imagen de los inmensos espacios en los que la luz se desplegaba con un temblor tímido se repetía en mi cabeza. Lo otros, sin embargo, albergaban visiones diferentes. Tal vez un sistema autónomo gobierna el flujo de imágenes. Tal vez no haya programador. El sistema tiene fallos. No podemos compartir el mundo. No podemos hablar entre nosotros.

Wind

Las lejanas tierras de Wind se transformaban en nuestra imaginación a cada paso que dábamos. Sedientos, cansados, los inmensos espacios en los que la luz se desplegaba con un temblor tímido y acogían al caminante duraban unos instantes y se desvanecían. Callejones oscuros, sucios, surcados por el griterío soez de los traficantes. El temor a ser asesinados y abandonados como perros. Nuestro deseo de huida hacia adelante, hacia las borrosas tierras de Wind, que nunca coincidían con las visiones serenas en la que descansar al fin, sintiendo la brisa otoñal en la piel, ni con las visiones del laberinto asfixiante de calles sucias y ruidos incesantes. Wind se mantenía impetérrita en su mudez, casi al alcance de la mano, hurtando su verdadero rostro a nuestros continuos esfuerzos por descifrarle, sembrando el camino de innumerables máscaras, a veces prolongando una visión con el propósito de engañarnos. Una risa, acompañada de una mirada cruel, deshacía el encanto. El miedo, al caer la noche. Alrededor del fuego, en silencio, temblábamos y respirábamos profundamente. No era preciso decir nada. A Wind le gustaba ocultarse.